El comedor, fue el lugar de la casa que recibió más ideas a la hora de ser decorado, porque allí sería un espacio único, donde todos se sentarían viéndose las frentes, mirándose a los ojos.
Más que un comedor sería una iglesia, o un purgatorio para poder confesar todos los pecados, o un simple lugar de reunión. Por eso pusieron esmero a la hora de construirlo, y fue hecho en el tiempo que comenzaron a construir las casas con techo de loza, y las bovedillas eran historia.
Pero no bastaba solo con eso. Para alcanzar la gloria, el comedor tenía que tener el metraje indicado, todas las medidas debían ser justas para poder acoger a todos los muebles que allí vivirían.
Los cuatro puntos cardinales, identificados por las cuatro esquinas de sus paredes, estaban todas en perfecta escuadra y armonía. El plomo no mentía ni media gota al observar el nivel, todo se había edificado a la perfección. En realidad quedó perfecto, cuando cada uno de los muebles fue puesto en su lugar, en la ubicación que hace mucho tiempo atrás fue definida.
Como un suspiro que late inerte, hoy se puede ver a la mesa ovalada del comedor, y se ve igual que el primer día, y pensar que fue puesta hace treinta años, cuando la familia recién se formaba y la casa estaba repleta de sueños.
Ha estado en el mismo sitio, en ese espacio que la ubica en el centro donde muere la luz, y en lugar que la mantiene apenas separada por una pared y un pequeño pasillo con la entrada de la cocina, dándole la espalda al dormitorio principal, y a unos pocos metros del living.
Las sillas que la acompañan desde siempre, que nacieron con ella y que eran de un roble macizo, hoy ya no se ven ni se sienten tan fuertes, las polillas las han debilitado, sin embargo, siguen sentadas a su alrededor, en silencio, esperando el momento que las haga abandonar la oscuridad.
Aún se puede escuchar el sonido del las cucharas tocando el fondo de los platos, abriéndose paso entre la sopa, mientras a su costado los otros cubiertos aguardan.
El mantel que supo ser confidente de charlas y risas, y que estuvo presente en tantos cumpleaños, sigue invadido por migas de arroz y algún trozo de pan que quedó esperando.
Recostado sobre la mesa, aún se lo puede ver inundado con manchas casi secas de alguna que otra comida, y ellas lo han dejado con olor a ajo y esperanza, llenándolo de cicatrices y silencios.
A su alrededor siguen oyéndose susurros que nadie escucha.
Los retratos en las paredes con fotos en blanco y negro de antiguos familiares, todavía siguen mirando hacia la mesa, observando todo, pero ya no tienen el mismo brillo que antes, una cortina de polvo y telarañas los han hecho permanecer en silencio.
Hasta el viejo reloj de cucú, que descansa en la pared de ladrillos donde una vez se pensó en colocar una ventana, sigue igual con su loca marcha de cuerda y péndulo, dando la hora exacta cada día, durante toda la noche.
En el cristalero de espalda apolillada, los vasos de whisky y las copas de vino esperan, siguen sin sentir el sabor en sus cuerpos, yacen detrás de un vidrio tallado por la ausencia, encima del estante de las botellas de licor añejado que respira a medio llenar.
Todo en el comedor parece igual de lo que una vez fue, es como si el tiempo nunca hubiera pasado por sus paredes, aquellas que alguna vez se vieron alegres, dejando atrás lo amargo con cada nueva mano de pintura.
Sobre la mesa, aún permanece el florero con algunas margaritas vestidas con unos pocos pétalos de plástico, y también se puede ver dos o tres rosas que ya no sueltan color.
Las baldosas en los pisos, que al principio lucían como mármoles, hoy ya no escuchan los pasos, la grasa y el olvido las mantienen oscurecidas y frías.
Lo que todavía se puede sentir, es el aroma del café recién molido, que le dio final a una o dos sobremesas, que sigue inundando cada rincón de las cuatro paredes.
Y mirando hacia el cielo, en un candelabro que antes fue la única luz y que emerge a medio paso del techo, hoy se logra ver la agonía de una vela.
La humedad también se ha hecho huésped del comedor, llenando la mesa y todo lo demás con su verdor, cambiando el olor a piel por otro menos dulce.
La puerta sigue estando cerrada, hace un tiempo que no se usa el comedor, ha quedado inservible.
Fue dejado de lado por una pequeña mesa en la cocina, y por la falta de parte de la familia que ya no vive en la casa, esa familia que tantas veces se reunió pasando por su sombra.
Todo es silencio en él, ya no es lo que era, los únicos testigos de su pobreza son las caras en las fotos.
Solo el agitar de las alas de una mosca retenida en la tela, pone algo de sonido al letargo. Pero todavía están los recuerdos, y ellos nunca olvidan.
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