jueves, 22 de diciembre de 2016

De un mismo vientre

Nunca quise convertirme en un joven cruel, y es que yo no pedí nacer en estas circunstancias.
Mi madre me tuvo siete minutos después que a mi hermano Omar, y aunque siempre fuimos unidos, el nació diferente, o quizá todo en la vida se le hizo más fácil.
Llegué de sorpresa, jamás me vieron en las ecografías, porque yo me escondía a toda hora en la sombra de mi hermano. A su lado yo me sentía seguro, y la unión que brotaba de nosotros, me hacía pensar que eso nunca cambiaría.
Omar nació con un don, todo lo que tocaba se transformaba en arte, mientras que yo no heredé ni una semilla de su infinito talento.
Nacimos siendo iguales, pero no sé en qué momento cambiamos. Al principio parecíamos dos gotas de la misma lluvia, los dos teníamos el mismo color de pelo, nuestros ojos eran de celestes nubes y hasta la forma de caminar era igual. Nuestra sonrisa era tan idéntica, que siempre nos confundían al escucharnos reír.

Pero el tiempo todo lo cambia, y cuando cumplimos seis años algo pasó con mi cuerpo. Un día dejó de ser lo que era, para convertirse en un extraño para mí. Fue, un cambio que me sacudió sin poder evitarlo. Mi pelo se oscureció sin pena, mis ojos se hicieron negros como la tierra, y la sonrisa desapareció en mi boca.
Yo no entendía que pasaba conmigo, y mis padres lejos de llegar a comprenderme, tampoco lo aceptaron. Eligieron dejarme de lado, yo ya no tenía la imagen de un hijo bien visto.
Fue en ese año, que Omar comenzó a hacer de su vida un triunfo y se alejó de mí.
Ese don con el que había nacido, surgió así, sin avisar, y mientras pasa junto al piano se ve seducido por este. Sin saber nada de música, sus dedos corren con total libertad sobre unas blancas teclas de marfil, y hacen de aquellos sonidos la más hermosa melodía que mis oídos hallan escuchado.  Ese fue apenas el inicio. Tomó una hoja de papel y escribió en él, el mejor poema que yo jamás hubiera escrito, y siguió siendo inmortal con todo lo que sus manos tocaban. La pintura con su lienzo, se rendía ante su talento que llenaba de colores inexistentes, los paisajes que yo nunca me hubiera imaginado que existían.
Y con el tiempo dejamos de ser lo que éramos, para transformarnos en apenas dos conocidos que vivían en la misma casa.
En la escuela fue siempre el mejor, nadie lograba igualar su talento. En lo que fuera que Omar fijara sus manos, se transformaba en inalcanzable. Yo en cambio era uno más del montón, un insignificante joven falto de alegría.
Comencé a sentir celos y rabia por lo que Omar lograba, comencé a odiarlo sin remordimiento, sin saber controlarme.
   ¿Por qué él es perfecto?, y yo, solo una fotocopia mala impresa.
De alguna manera, necesitaba descargar las malas ideas que se acercaban a mi turbia mente.
Los deseos de hacerle daño a mi hermano, brotaron por mis poros, mientras pienso cómo hacer para que sufra.
    ¡Ya sé lo que haré!, me dije sin tener consciencia, y le até una corbata a su gato, y lo observé morir colgado arañando el aire sin encontrar la vida.
Ese fue el comienzo, cuando lo encontraron muerto sobre la cama hice brotar una dulces lágrimas de mis ojos, fingiendo una tristeza que no sentía.
Pero también odiaba a mis padres, ellos me habían apartado de sus vidas. Así que de apoco, a los dos los fui envenenando sin que se dieran cuenta.
Todo lo que hacía lo escribía en un cuaderno, y fue ahí que se me ocurrió la idea de escribir un libro, de contar una historia de amor y odio.
Cuando terminé el libro fui hasta el cuarto de Omar, para mostrárselo, para que viera que yo también era bueno en algo.
Dejé el libro en la cocina mientras apronto dos tazas de café y pongo en un plato algunos biscochos, y así compartir todo con mi hermano.
Di un golpe en su puerta, y esperé hasta que su voz me dejó entrar.
    _ Hola Omar, tengo algo que mostrarte, son alguna oraciones que he escrito.
       Estoy seguro, que la historia en estas hojas te parecerá conocida.
    _ ¿De qué trata tu historia hermano?
    _ Omar, si te la cuento no tiene sentido. Mejor descúbrelo leyéndola. También te traje un café, y
       unos biscochos.
    _ ¡Gracias hermano!, sabes que te quiero, verdad.
Yo me senté a su lado con mi taza de café, y lo miré leer con atención mi libro, que no tiene más de veinte hojas.
De apoco el café se desliza hasta su estómago mezclándose con pedazos de furia.
Cuando está por llegar al final, gira si cabeza lentamente y sus ojos me miran, y no logra comprender la sonrisa que asoma en  mi cara.
   _ Hermano, esta historia es muy triste. ¿Pero, por qué decidiste que al final los cuatro personajes
      murieran envenenados?
   _ ¡No lo sé!, solo se me ocurrió. Otro poco de café hermano.    

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