Sentado en un banco viejo, un hombre anciano despedaza sin remordimiento un trozo de pan, observando cómo se oscurecen las sombras de un montón de palomas flacas, que sin misericordia hacen suyas las migas entre picotones.
Los ojos, vacíos de sueños de aquel viejo, denotan los años, con arrugas que son cataratas que se resbalan por su cara, y empujan a un montón de lágrimas que caen muertas al piso.
Lo veo frotarse sus manos gastadas, llevarlas hasta su cabeza para acomodar la gorra de lana, en la que aún se logra observar las cicatrices hechas por las polillas.
Al verlo así, me pregunto. ¿En qué momento su familia perdió el amor por él? ¿Por qué quebraron su alma y lo privaron de sus afectos, arrastrándolo a vivir en el olvido?
Acaso, en algún momento de su vida se tomaron el tiempo para preguntarle, si así era la manera en que quería terminar sus días, alimentando palomas tristes, y caras que no conoce.
Con su ropa dolida, sigue esperando no se sabe qué. Sólo él es dueño de ese sentimiento, que lo mantiene sentado en el frío, en aquella mañana de invierno.
Igual que un reloj, ve pasar las horas sin sentir la caricia de todos los que se olvidaron de venir a visitarlo, justo en este domingo del día del abuelo.
Él no entiende su futuro, pero tampoco quiere entregarse, menos verse vencido por esa voz oscura que le susurra entre dientes, no van a venir.
Se levanta del banco, y camina con una mirada perdida sin comprensión ni rumbo.
Yo lo miro y sigo caminando, de apoco voy acercándome a la puerta del internado.
Una voz le grita, Don José, no se aleje del patio de descanso, y entonces pude escucharlo. Estoy sentado en un banco más viejo que mi vida, rodeado de flores que se murieron hace años y, a este lugar lo llaman patio de descanso, murmuraba Don José.
Detuvo su paso de niño, y pude ver sus ojos celestes, recorrer la calle de un lado a otro, buscaba otros ojos ausentes de su pasado.
No pudo reconocer a nadie, y con la tristeza colgando de sus zapatos gastados volvió al banco y allí se sentó. Algo decía para él, pero yo no le entendía, por más que aceleraba mis pasos hasta donde se encontraba.
Una joven con su túnica blanca se acercó hasta Don José, en sus manos una carta escrita por trazos entrecortados, le hacían saber que su familia no podía venir a verlo, que le mandaban besos del país donde se encontraban de vacaciones.
Sus manos tiemblan mientras la joven lee la carta, igual al frío en aquella mañana, así era el corazón de los que cambiaron la sangre, por pequeñas alegrías.
Mientras me acerco, no soy capaz de renunciar a mi tristeza. ¿Cómo pudieron dejar de venir, justo en el día del abuelo?
Yo no tengo el mío, hace años que se marchó su huella, quizá por ese motivo me duele más.
Apurado y sin pedirle permiso me senté a su lado, quería de alguna manera hacerle sentir que no estaba solo, que yo estaba ahí para escucharlo. Mi único anhelo, era que por un rato aunque fueran minutos, me sintiera un familiar.
Me miró y pude ver la alegría nacer en sus ojos y, fue ahí que me confundió con su hijo.
Sabía que ibas a venir Uruguay, me dijo, y se quebró en llanto mientras me abraza.
En ese momento, juro que sentí aquel abrazo que hace años me daba mi padre cada vez que nos veíamos, y lloré sintiéndome niño, junto con aquel hombre viejo, que se hacía pedazos sentado a mi lado.
Desde ese domingo, aunque llueva, truene, o haga frío, no dejo de venir a visitar a Don José.
Él me espera sentado en su banco viejo, con sus ojos de cielo y su gorra apolillada, pero con un abrazo que sigue vivo.
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