viernes, 25 de noviembre de 2016

El ropero

Igual que un gato prendido a un árbol con sus uñas, así se encontraba Simón bajo su cama. Esa noche y las anteriores eran lo mismo, antes de la diez llegaba su castigo. Ser encerrado en el ropero, al costado de fríos y mudos trajes.
Por ese motivo, al escuchar los escalones de madera astillarse con los pasos de su madre yendo hacia su cama, el pobre Simón se aferraba con más fuerzas, al apolillado colchón de resortes.
Aquellos castigos de ser encerrado no tenían edad. Apenas enderezaba Simón sus pasos, cuando los encierros entraron en práctica. Noche tras noche la misma tradición de oscuridad y silencio, de castración y miedo.

Hoy arrastra doce años de machucados sueños negros. Sueños que ya son parte de una mutilada vida. No importaba si Simón se portaba bien o mal, la penitencia llegaba cada noche sin falta. Luego de la cena, la madre de Simón levantaba la mesa, lavaba los platos, y subía por las escaleras hasta la habitación, donde despegaba a su hijo de abajo de la cama. Lo arrastraba escalera abajo, mientras el cuerpo de Simón iba dejando pedazos de piel en cada escalón, para luego encerrarlo en el ropero de la sala. Una llave cerraba aquellas dos puertas de luz, ante las suplicas del pobre Simón  que en llanto rogaba ser absuelto.
Dentro del ropero no escuchaba el silencio, y la oscuridad era una gastada anciana, que se sacudía entre la ropa.
Uñas de ensangrentados dedos yacían inertes, en el frío piso de cedro.
El miedo a morir solo, rodeado de esqueletos de tela y polvo, llevaron a Simón a rezar por ser escuchado, y quizás tener la valentía, de algún día poder escapar de su casa.
Una pregunta siempre dio vueltas en la traumatizada mente de Simón. ¿Por qué, hay un ropero en la sala? Nunca encontró la respuesta, al igual que la necesidad de su madre de encerrarlo.
Apenas logró diferenciar en una de las puertas, algo que se asemejaba a gotas de sangre resecas, intentando camuflarse en la maltratada pintura marrón.
Y una noche en su encierro, Simón pudo escuchar unos dedos que rasgaban la puerta del ropero. ¿Quién será? Se preguntó lleno de temor. Es que durante todos aquellos años de soledad, nunca había sentido nada.
Y fue ahí, que la necesidad de ser libre se disparó por sus manos, que golpe tras golpe, se hicieron sentir en todas las maderas. Tantos golpes, que en un momento las puertas ya no lo resistieron y se dieron por vencidas.
Simón había roto su castigo, y por primera vez en muchos años se sentía libre.
Corrió desesperado rumbo a la puerta, mientras sus piernas entumecidas se abanican sin parar, lejos de aquella cárcel, y siguió corriendo sin detenerse, sin voltear su cabeza ni una sola vez, a mirar atrás. En un banco, en una plaza se acostó, cansado de tanto correr. Minutos después, rendido pero libre, sus ojos encontraron la noche y el sueño.
Despertó con el cuerpo adormecido de frío, en un lugar que no le era conocido. La policía lo había llevado a un internado, luego de rescatarlo casi inconsciente y abandonado.
Cuando le preguntaron por su familia, Simón dijo que era huérfano, que había tenido un hermano mayor, pero que un día se marchó, y ya no supo más de él. También confesó que su madre había muerto en un accidente, que vivía solo en su casa, hacía varios años, y que de su padre no tenía idea, jamás lo conoció.
En el internado no creyeron su historia, era imposible que un niño de doce años viviera solo. Decidieron acudir a la dirección que Simón les dijo, y al entrar por la puerta no hallaron a nadie. Solo descubrieron, un camino de gotas de sangre que llegaba hasta el viejo ropero.
Simón fue puesto en adopción, y meses después una familia decidió adoptarlo.
Aquel matrimonio no podía tener hijos, y vieron en Simón a un joven necesitado de amor y lleno de necesidades.
Lo llevaron a vivir a una casa antigua, con muebles que habían nacido hace más de cien años.
Subiendo las escaleras, al final del pasillo estaba la habitación que Simón usaría. Esa noche en su cuarto, mientras se encuentra acostado Simón no logra encontrar el sueño, por más que lo intenta.
Sus ojos cansados y llenos de bostezos miran por el vidrio de la ventana, y de pronto un crujido de bisagras rechina en su espalda, y una voz igual a la de su madre lo llama.
¡No puede ser verdad! Tiene que ser un sueño, repetía y repetía.
El miedo se apoderó de Simón, y temiendo lo inesperado, decidió girar su cuerpo. El ropero delante de él abrió sus puertas, y Simón se entregó a su voz.

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