lunes, 21 de noviembre de 2016

Por pascuas

Sin darme cuenta los días murieron en meses, y este año, encontró a Mayo vestido de pascuas. Era el último domingo del mes, sin embargo se parecía más aun día de trabajo.
La gente daba vueltas por la calle, con sus abrigos de media estación, sus gorras de lana, y esas bufandas tejidas en la noche, que parecen dar vida a los colores.
Aparte de ser domingo y pascua, también se celebraba la entrada de una nueva estación, marcada por el amarillo y el naranja, que correteaba en hojas secas por la calle.
En mi casa la pascua, no se celebraba de la misma manera. Los huevos no eran comprados en la tienda, estos los hacía mi tía. Ella prefería cocinar el chocolate y darle su toque de sabor (receta, según ella que cargaba de herencia) y aquellos extraños olores que se escapaban de la cocina, cada vez que lo preparaba.

Varias semanas antes, ella mantenía con recelo y bajo llave, la reserva de chocolate que era importado de dudosa procedencia.
Antes las pascuas, las celebrábamos con alegría, y la noche antes de su llegada, yo me iba temprano a dormir, para darle tiempo al conejo.
Pero eso era antes, antes cuando mi madre aún vivía con nosotros. Su muerte ocurrió justo en un día de pascua, sin saber la causa por la que su corazón dejó de latir, después de comer aquel huevo. Huevo que fue un presente obsequiado por mi tía para ese domingo de pascua.
Yo apenas tenía trece años, y no tenía hermanos. Sólo me quedaba mi padre, y el pobre no supo qué hacer conmigo, viendo la necesidad que yo tendría de extrañar a mi madre.
Por eso invitó a mi tía, a su única hermana a vivir con nosotros. Ella nunca se casó, prefirió mantenerse pura.
Mi padre trajo, a toda la herencia de sangre que le quedaba luego de la  muerte de Mamá, y desde ese día todo cambió. La casa ya no volvió a sentirse segura, y la comida tenía un sabor raro, igual a remedios, y aunque varias veces se lo comenté a mi padre, jamás me prestó atención.
Para él, su hermana era todo lo que necesitábamos para ser felices de nuevo. Pero yo no estaba convencido de esto, intuía que mi tía no estaba del todo cuerda.
Buscar aquellos huevos escondidos dejó de ser una búsqueda de tesoros, para convertirse en un tormento. Yo hacía todo lo posible por no hallarlos, pasaba delante de ellos y miraba a otro lado.
El chocolate ya no me gustaba, su sabor y color me hacían pensar en la muerte, y si me hacía el tonto, quizá esa pascua me libraba de comerlo.
Cada vez que mi padre salía al trabajo, mi tía se encerraba en la cocina, y corría el pasador para evitar que yo entrara. En silencio colocaba mi oído detrás dela puerta, intentando escuchar la raras palabras que pronunciaba con extraña voz.
¡No logro entender que dice! Me dije ese día, y me fui hasta su cuarto para hurgar en él, con la intención de encontrar algo que me hiciera entenderla. No encontré nada, apenas algo de su ropa, y una fotos cortadas. En ellas había otra imagen, pero fue quitada de allí, no sé si con los dedos, o con los dientes. Eran marcas que se asemejaban a garras, que arrancan la carne.
Así pasó otra pascua, pero aunque esa vez no comí ni un mínimo trozo de chocolate, tuve que seguir soportando la comida, que cada vez sabía más horrible.
Sentado a la mesa miré a mi padre, para ver su cara de repudio ante tal asquerosidad, y no logré encontrar ni un gesto de asco, todo lo contrario, parecía disfrutarlo.
Será que me estoy imaginando que la comida tiene feo gusto ¿Por qué solo yo le siento este asqueroso sabor?
Pedí permiso para retirarme de la mesa, mientras siento que mis tripas están a punto de reventar. Corría hasta el baño, y me senté de apuro en el inodoro, allí pude escuchar un ronquido que se hacía trueno cayendo en el agua.
Me enjuagué de la boca el amargo aliento que subía del estómago, y me fui a dormir lleno de preguntas sin respuestas.
Los meses siguientes lo llevé entre vómitos y diarreas interminables. Mi pobre garganta estaba cansada de ver pasar cosas, de un lado a otro.
Un nuevo domingo de pascua despertó ante mis ojos, que se sacuden sin control intentando quitarse las lagañas de la fiebre.
Me calcé y salí de mi cuarto rumbo a la sala, para decirle a mi padre que ya me sentía un poco mejor. Lo encontré a él en el sillón y a un costado en otro, a mi tía. Ambos estaban quietos con los ojos abiertos, y con un pedazo de chocolate, que asomaba en sus bocas.  

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